Nuestros hijos

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Un hijo es la continuación de nuestro propio ser, un ser que es semejante a la vestidura temporal de quienes le procrearon a la existencia material. Aún para muchos no es comprensible lo que representa una existencia que viene a nacer a este Valle, pero en cierto, va más allá de nuestra concepción humana; ya que antes de encarnarse, antes de tomar un cuerpo en el vientre de su madre, fue, es y seguirá siendo nuestro hermano espiritual.

Nuestro hijo, es un hermano nuestro por el espíritu que a semejanza de todos nosotros viene a aprender y a enseñar, así como a cumplir una misión para consigo mismo.

Todos tenemos un Padre en común, todos nacemos primeramente de Él y por lo tanto, cada uno de nosotros somos una gota fiel, una idea divina perfecta y sabia, hecha existencia. A veces nos consideramos los primeros padres de una criatura cuando él llega a nuestros brazos; pero esto es porque sólo lo hemos contemplado con los ojos de la carne y no con los del espíritu. Si nuestra reflexión fuese con los ojos del espíritu, tendríamos la certeza del don tan hermoso que tenemos, el atributo de formar una vestimenta material, para que otro hermano en espíritu habite entre nosotros.

La semejanza del hijo para con sus padres es sólo en la envoltura, pero la semejanza espiritual y aún más divina es con la su Creador.

¿Por qué nos creemos totalmente humanos, acaso sólo eso somos? No, somos más que eso. No somos los cuerpos que mueren y algún día van a fundirse con los elementos de la Tierra; somos espíritus que en algún momento dejarán la materia para volver a ser hijos espirituales. Siendo el Padre Divino causa de nuestra existencia, ¿acaso nuestro hijo no será divino siendo partícula Del que todo lo Es?

En el hombre la semilla y en la mujer la tierra fértil, estos atributos son en nuestras carnes. Doloroso es cuando se nos quita un ser querido aquí en la Tierra; ahora imaginemos por un momento el dolor que siente un espíritu que desde el Más Allá, se siente ya rechazado por quienes en su destino están el ser sus padres.

¿Por qué despreciar el fruto? Desde el Más Allá como hijos espirituales pedimos al Creador el ser colaboradores de Su creación. Pues Su creación también son Sus hijos que nacen de nuestros atributos corporales. El dolor acerbo se hace sentir en nuestros propios espíritus, al contemplar a la luz de la Conciencia que en lugar de ser los colaboradores, fuimos los destructores de Su magna obra.

Un hijo que nace es dicha para los padres cuando conciben en la luz de sus pensamientos y corazones, que se les dio la oportunidad de hacerse cargo de alguien que es semejante a sí mismos por el espíritu. Es tiniebla en los corazones cuando en lugar de ver con los ojos del espíritu, sólo han contemplado con los ojos de su carne, sólo un ser vacío, un ser sin derecho a existir.

En cierto, la Tierra es escuela para nuestros espíritus; Dios no puede quitar la vida, más bien la conserva. Si sólo vemos con los ojos materiales, sentimos que la muerte es el fin; pero he aquí, que si meditamos con los ojos del espíritu, sentimos que la muerte del cuerpo es nuevamente el principio de nuestro verdadero existir.

Antes que cuerpos debemos reconocer, sentir que somos espíritus encarnados aprendiendo y desempeñando una misión con los demás. No hay una misión vana que traigamos del Más Allá, puesto que nuestro principio y verdadero origen se encuentra en el Amor divino. Si equivocamos nuestra misión, es que hemos olvidado o negado nuestra verdadera esencia, para sólo ocuparnos de las falsas glorias que ofrece lo del mundo; ambiciones mundanas que son y dejan de ser al instante, cuando el corazón deja de latir.

Si queremos ser felices y tener paz después de transitar en este Valle terrenal, amemos a los hijos de Dios, aquellos que vienen a acompañarnos en lo largo de nuestro existir. Imaginemos por un momento el dolor en nosotros mismos, si fuésemos los que vienen a desempeñar una misión a este plano terrenal, y desde el Más Allá sentimos el reproche y el menosprecio de los que serán nuestros padres materiales; sin lugar a dudas la gran tristeza sería mucho antes de llegar a este mundo. Ahora imaginemos por un momento lo opuesto que antes de venir a la Tierra ya empezamos a sentir el amor, el cuidado y la protección de los que van a ser nuestros padres, la alegría es suprema.

En el vientre de la mujer hay un regalo, un presente divino; dichosa la mujer que ama ese presente y se siente colaboradora con su Dios y Señor. En el varón se encuentra la semilla, una semilla semejante a la de cualquier otra en la Tierra; si la semilla hecho fruto, es cuidado y enriquecido en toda una vida, el árbol será agradable, que llenará de gusto y valor al padre, al verlo florecer y dar también frutos de exquisito sabor.

Ser padre, ser madre es participar con nuestro Padre Celestial.  Hay veces que no es posible serlo, ya que la tierra o la semilla es infértil, ¿será restitución o prueba para hacer méritos? Sea el que fuese la causa, hay muchos hijos de Dios que también por una u otra causa están solitarios y buscan amor, cobijo y un hogar donde sentirse abrigados y amados. Cuando nuestros entendimientos y corazones reflexionen con los ojos del espíritu, contemplaremos no la carne de aquellos pequeños, sino al hermano espiritual que es semejante a todos, un corazón a quien podemos darle el amor y el cuidado que le corresponde. A quien podemos amar no por ser terrenal sino por el hecho de ser espiritual; amarlo por el simple hecho de que él tiene el mismo Origen, donde se sustento como lo hicimos espiritualmente todos nosotros.

Amemos a nuestros niños, a nuestros hijos, que son ante todo nuestros hermanos espirituales, porque serán en verdad y por siempre gran parte de la alegría de nuestro existir eterno.

Reflexión espiritual del Tercer Testamento